Cecilia abrió los ojos en la oscuridad. No vió nada, pero después, cuando sus pupilas se dilataron, consiguió distinguir formas y bultos en las tinieblas. La sabana cayó hasta su cintura reposando en sus muslos, y su pijama estaba remendado y no se distinguía el estampado frontal. Se apartó el pelo de la cara con una sola mano y entonces le distinguió entre las sombras.
La nariz respongona, y sus labios finos y curvados en una fina sonrisa, sus ojos marrones refulgiendo en medio de la oscuridad, la espalda apoyada contra la puerta del armario y las manos dentro de los bolsillos. Ese aroma tan característico de su piel impregnando la habitación y ese aire de aparentar saber todo lo que ella desconocía. Él estaba allí de pie, quieto, sin mover un solo músculo, con la respiración lenta.
Cecilia parpadeó un par de veces y sacudió la cabeza. Y él ya no estaba. Cómo cada madrugada que ella se levantaba presa de la necesidad de sus labios, alentada por cada poro de su piel que clamaba por una caricia más. Le cayeron varios mechones de pelo por la cara mientras trataba de reordenar sus pensamientos. Volvió a quitarselos con un gesto involuntario, y justo después se tumbó en su cama, de espaldas al armario. Notó su preséncia envolviéndola, acariciándola, consolándola.
Él estaba con ella, aunque no fuera de manera física.