julio 22, 2009

ilusiones en la oscuridad

12:33 A.M.

Cecilia abrió los ojos en la oscuridad. No vió nada, pero después, cuando sus pupilas se dilataron, consiguió distinguir formas y bultos en las tinieblas. La sabana cayó hasta su cintura reposando en sus muslos, y su pijama estaba remendado y no se distinguía el estampado frontal. Se apartó el pelo de la cara con una sola mano y entonces le distinguió entre las sombras.

La nariz respongona, y sus labios finos y curvados en una fina sonrisa, sus ojos marrones refulgiendo en medio de la oscuridad, la espalda apoyada contra la puerta del armario y las manos dentro de los bolsillos. Ese aroma tan característico de su piel impregnando la habitación y ese aire de aparentar saber todo lo que ella desconocía. Él estaba allí de pie, quieto, sin mover un solo músculo, con la respiración lenta.

Cecilia parpadeó un par de veces y sacudió la cabeza. Y él ya no estaba. Cómo cada madrugada que ella se levantaba presa de la necesidad de sus labios, alentada por cada poro de su piel que clamaba por una caricia más. Le cayeron varios mechones de pelo por la cara mientras trataba de reordenar sus pensamientos. Volvió a quitarselos con un gesto involuntario, y justo después se tumbó en su cama, de espaldas al armario. Notó su preséncia envolviéndola, acariciándola, consolándola.

Él estaba con ella, aunque no fuera de manera física.



Ama hasta que te duela.
Si te duele es buena señal.

Madre Teresa de Calcuta



julio 18, 2009

Esa sensación...

Y entonces sacudes la cabeza haces crujir el cuello y suspiras.


Oh, perdón, debería empezar mucho antes de esa sensación, pero tú que estás ahí entenderás porque esa sensación es la que más me llena. Es saber que detrás de una cortina hay personas que claman tu nombre, y quieren lo mejor de tí. Sé que quizás nunca debería haberme metido en esto, y si digo nunca, por que es lo que realmente creo. Sólo esa sensación de mover los pies como un boxeador a punto de entrar en el ring, con la gorra tapando la mitad de tu cara, una toalla en el hombro y las manos crispándose en el aire.

A cambio de esa sensación, he renunciado a mi familia, ya no veo a mi madre ni a mi padre, mis hermanos no quieren saber nada de mí, mi novia me dejó por que encontró a otro que si la quería, no me malinterpretéis pero nunca llegará a ser como ella (la música), mis amigos me dejaron tirado, ahora tengo solo sucedáneos. En un mundo donde gobierna la hipocresía, donde los niñatos de papà pagan por salir en la televisión, y gana el mejor farsante.

Vuelvo a hacer crujir el cuello, y miro al techo, toco la visera de la gorra con dos dedos, golpeándola un poco hacia arriba y suspiro, es la hora.

Que pena que la heroína no me permita acordarme del espectáculo cuando me despierto al día siguiente.




Sueños de pecera con agua tras el cristal.
Shotta - Mc sevillano, poeta andaluz.

julio 13, 2009

Magia

magia.

(Del lat. magīa, y este del gr. μαγεα).

1. f. (..)

2. f. Encanto, hechizo o atractivo de alguien o algo.




Él, ella,los besos y las caricias, la culpa y la pasión. Él y ella.


Él siempre iba con su gente, él tenía su gran pasión por la música, solía tocar la guitarra en su cama, con la espalda en la pared y las cuerdas temblando pinzadas por la púa. Él tenía ese encanto bajo sus anchas ropas.

Ella era excéntrica, rodeada de los de su clase, solía vivir pensando que algún día alguien escucharía lo que ella le tenía que decir al mundo, ella era ese fraseo interminable de la base. Con su pelo cardado y su maquillaje abusivo en su cara de porcelana.


Encajaban tan bien, anhelaban tanto un ser tan híbrido como ellos mismo. Encajaban sus cuerpos, y se transmitían calor, ella disfrutaba perdiendo sus manos en esas ropas, y él solo pensaba en el roce de sus labios de rojo carmín.


En esos momentos, el caos que reinaba en su vida, las largas explicaciones del día a día, desaparecían, y dejaban atrás las ropas y las etiquetas dejaron hablar a sus labios y sus caricias, deslizando las yemas de sus dedos. ¿Cómo describirlo? Magia.


Magia que confluía y dejaba ese aroma de victoria impregnando en las sabanas, esa sensación de libertad.






Establecemos reglas para los demás
y excepciones para nosotros.

François de la Rochefoucauld

julio 07, 2009

El armario que no rechinaba

La camiseta del Mikey Mouse que antes lucía una sonrisa jovial e infantil, ahora mostraba una mueca de dolor y horror, estaba despedazada casi por completo, y debajo solo llevaba unas braguitas. Su torso, sus brazos, sus piernas y su cara estaban llenos de rasguños, y estaba encogida en el rincón de la habitación. Las paredes eran lisas y blancas, con millones de pintadas en negro, y solo había un ventanal con unas cortinas amarillentas por culpa del tiempo, que ondeaban haciendo un frufrú que rompía el silencio de su llanto.

Las paredes llenas de pintadas negras, todas la martirizaban, tenía los ojos cansados de llorar y rojos, y la cabeza solo tenía lugar para las voces y los chillidos. Su cuerpo temblaba, y sus hombros no paraban de estirarse y contraerse con el llanto.

En la otra punta de la sala había un armario empotrado, sus puertas no hacía chirridos, y tampoco era una puerta fea, pero estaba llena de arañazos, llena de sus marcas, de puñetazos astillas desechas, y que habían destrozado las yemas de sus dedos y sus uñas que ahora estaban llenad de pequeñas astillas y pequeños coágulos de sangre. Tenía tantas marcas cómo las de la pared. “Tú”, “MONSTRUO”, “¡Los has matado!”, las paredes no paraban de recordarle todo. Ella los había arrojado a ese armario que no paraba de llamarla, ella los había matado.

-¡No! ¡No los he matado!-gritó encogiéndose más sobre si misma.

Luego rió locamente. Cuál loca se arrastró hasta la puerta del armario gateando, sintiendo sus heridas aullar de dolor. Se recostó en la puerta y rió de nuevo, escandalosamente.

-Si os maté yo, por que era demasiado cobarde… -musitó con voz débil- ¡Yo los maté! –gritó a la puerta arañándola con ambas manos.


Siguió gritando y arañando la puerta, siguió llamando a la oscuridad, lamentándose a ratos, y riendo locamente a otros. Aunque la puerta del armario no rechinara, aunque los miedos no fueran aparentes allí estaba ella, después de haberlos matado, riendo locamente tendida sobre el suelo después de haber arañado sin cesar la puerta.


Para quien tiene miedo, todo son ruidos.
Sófocles
- Poeta trágico griego.

julio 04, 2009

Mi miedo a esas escaleras.

Tenía cinco años, cinco preciosos y hermosos años, aún llevaba mi osito Bubu en la mano pegado fielmente, testigo de mis aventuras por todos los pasillos y las habitaciones de mi casa. Era esa época en la que un niño mezcla las cosas inteligentes, con sus sueños. Sólo tenía cinco años.

Recuerdo cuando mi abuela me reclamaba y me daba un tirón en la mejilla recordándome lo adorable que según ella era. La casa de mi abuela olía a vainilla, aún tiene ese olor de los ambientadores con esa fragancia. Los muebles eran antiguos y en las paredes miles de cuadros me miraban conteniendo los secretos de mi abuela por la pintura. Adoraba cuando daba la luz del sol en la fachada y por las ventanas entraban los rayos de sol, con los visillos ondeando. Bubu también solía gustarle esa casa.

Y digo solía porque él, y hemos de admitir que también yo, odiábamos cuando el sol se ponía, y esa casa encantadora, se convierte en la casa de los cuentos del terror.

Yo tenía mi habitación allí, en el piso de arriba, una cama confortable y poco más. No solía ir a dormir, pero si me quedaba comodidades no me faltaban, aunque lo recuerdo todo bastante austero. Pero lo que si recuerdo es abrazar a mi compañero al que le habían cosido la pata dos veces después de que el perro jugara con él. Pero a lo que más miedo tenía(mos) Bubu(y yo),era a la escalera que baja del primer piso a la planta baja, de mármol negro, incierta, de la cual nunca se veía el peldaño que bajaba, Tanteaba varias veces con el pie para bajar. Confesaré que siempre he tenido miedo a la oscuridad, sin embargo nada era como aquello, de noche, las tinieblas envolvían las paredes los cuadros que de día parecían sonreír, ahora parecían mostrar una mueca de terror cínico. Temía que de pronto una mano huesuda, como las de la televisión, surgiera en el peldaño siguiente y una sonrisa maltrecha y desfigurada brillara entre la negrura. Tenía miedo de ver unos ojos rojos brillando en la oscuridad. Tenía miedo de mis pesadillas.

Pero después de todo tenía solo cinco años ¿No?


No hay peor miedo que
el que construye uno mismo
(Anónimo)

julio 02, 2009

Roger y Nella.

Ella intenta borrarle, sustituirle, pasar las canciones de amor de una noche de verano, pero él vuelve. A cada paso a cada aliento. Ella está cansada de huir, de temer al dolor. Ella no sabe cómo enfrentarse a todo sola, ella no quiere enfrentarse a todo sola.


Nella, la chica, quería a Roger con todo su ser, Nella quería una noche más, compartir un beso más. Roger solo quería un juego audaz, un juego tranquilo y pausado del que sacar todo el beneficio. Roger quería ganar la batalla y Nella le estaba dejando. No porque quisiera el dolor, la desolación, la soledad, si no porque por cada poro de su piel resonaba su voz, por cada mirada evocaba un encuentro de sus labios, por cada recuerdo había un cristal clavado en su corazón. Nella amaba a Roger, él sin embargo quería a Nella como una estrella fugaz de paso, algo que queremos y queremos ya, pero luego una vez obtenido lo deseado, las cosas vuelven a ser como antes. (o al menos en principio.)

Y pasó... Sus miradas se entrecruzaron, sus respiraciones se agitaron, sus labios de fundieron y las palabras sobraron. Nella se sintió completa por un momento y Roger se sintió feliz de haber logrado su estrella fugaz.

Después, después no quedó nada, salvo un triste adiós, un corazón vacío y otro que buscaba una nueva estrella fugaz. En el fondo Nella sabía que su corazón estaba sentenciado a la muerte desde el mismo momento en que los ojos de él se posaron ella, pero moriría una y mil veces más, por él y sus caricias, para sentir de nuevo ese estremecimiento cuando los labios de Roger tocan su cuello, y el dolor... Ese dolor que aunque doliera viniendo de él era tan dulce. Tanto.


En un beso, sabrás todo lo que he callado.
Pablo Neruda