Patricia seguía caminando. Los arbustos bajos con las hojas puntiagudas, le rozaban las piernas desnudas. Apartaba las ramas más bajas del espeso bosque con las manos, que estaban llenas de rasguños y arañazos. Sus pies llevaban las zapatillas de gato negro de andar por casa. La camiseta ancha empezaba a romperse, volaba, hinchándose con la leve brisa que pasaba. Llevaba el pelo recogido en un moño alto y seguía avanzando con decisión.
La negrura de la noche sólo dejaba pasar algunos débiles e inciertos rayos de la luna que brillaba por encima de las copas de los árboles, llena y preciosa. Las colinas franqueaban el bosque y en el medio, como hecho por las más exquisitas ninfas, se hallaba el lago natural. Las flores cercanas, la fauna y la flora del lugar. Todo parecía frágil de cristal. Precioso y sobre todo mágico.
Era la segunda noche que Patricia salía de noche de su casa, a las afueras del pueblo, junto al borde del bosque. Era la segunda noche que ella, sentía la curiosidad. La primera noche había sido todo muy rápido. Casi se había perdido, a pesar de cómo le había indicado una amiga, debía dejar siempre la Osa mayor a su derecha. Debía caminar hacia el oeste. Tardó varias horas en llegar al lago. Su presencia allí fue rápida. Sin embargo le venció la curiosidad. Esa noche, la primera, Patricia miró en el lago. Allí un chaval se recostaba en una piedra lisa y que resplandecía bajo la luna casi en plenilunio. Él era hermoso, no era uno de los patanes del pueblo. Tenía el pelo azabache profundo recogido con unas trencitas, sus labios eran finos y esa noche estaban curvados con una débil sonrisa, estaban adornados con dos bolitas en el labio inferior. Su nariz puntiaguda señalaba a la luna y sus ojos cerrados parecían contener el más bello de los iris. Su torso estaba alumbrado por la luna y parecía resplandecer con cada célula de su piel. El agua cubría hasta su cintura de su musculado torso.
Patricia admiró al joven que no se percató de su presencia, y si lo hizo no lo demostró. Ella los días siguientes no paró de pensar en el muchacho. Suspiraba en clase, recordaba la manera en que la luna brillaba sobre su cuerpo tan bello.
La segunda noche después que Patricia fuera al lago sintió deseos de ver aquel que poblaba sus pensamientos. Se colocó solo las zapatillas y salió. Iba en pijama pero no le importó. Sólo iba a mirar, a echar un vistazo. Solo querría verlo de lejos y volverse a casa. No dejó que nada le detuviera y buscaba la estrella dejándola siempre a su derecha. Caminó rápidamente, con pasos seguros y ligeros. Pronto alcanzó el límite del bosque y vislumbró el lago.
Miró directamente pero no vio al joven, la roca estaba desierta. Patricia frunció el ceño y miró por los alrededores. Una sombra parecía por el lindar justo enfrente de ella. La muchacha se escondió detrás de unas zarzas con cuidado sacando un poco de la cabeza ayudándose de la oscuridad. El joven caminó a paso ligero hasta el borde del lago y sonrió alzando la cabeza hacia la luna. Llevaba una camisa fina de algodón muy ancha desabrochada y unos pantalones finos de lino negro. Sonrió para sí mismo y se quitó la ropa.
Patricia se encogió en su escondite. Se tapó el ojo avergonzada, queriendo dejarle algo de intimidad al muchacho, si eso era posible puesto que le estaba espiando a escondidas. Cuando la muchacha volvió a abrir los ojos él ya estaba dentro del agua nadando libremente.
Durante la siguiente hora el muchacho nadó y después volvió a recostarse en la piedra donde ella le había visto por primera vez. Estaba tan cerca. Tanto. Patricia respiraba lentamente tenía la cabeza ladeada para poder verle. Él volvía a mirar a la luna y cerrando los ojos. Ella lamentó no ver esos ojos que pretendían tener toda la luz que nunca había visto. Patricia quería acercarse, pero no se atrevía, estaba tan indefensa, se sentía tan pequeña en esa situación, se movió unos milímetros y sin hacer ruido volvió a moverse un poco. Esta vez el pie hizo crujir una rama. Patricia maldijo por lo bajo y él giro la cabeza hacia las zarzas. A contraluz no pudo distinguir sus ojos. Él sacudió la cabeza y volvió a cerrar los ojos con calma. La muchacha suspiró y se deslizó un par a de zarzas más cercanas a él y Patricia tuvo la sensación que el aliento se le congelaba. Volvió a moverse y las hojas y las ramas crujieron de nuevo bajo sus pies.
-Se que estás ahí, ya puedes dejar de esconderte –su voz masculina era muy dulce con un tono grave y a la vez meloso.
Patricia se quedó congelada y sacó medio cuerpo de detrás de la zarza y le miró. Se sintió estúpida de pronto y echó a correr. Él la vio irse, había visto en sus ojos almendrados y grandes el miedo y la fascinación. Su cara aniñada y sus rasgos delicados. Parecía de cristal y sin embargo ella huía de él.
La chica no volvió la noche siguiente, ni a la otra. La había descubierto, se sentía avergonzada por espiar alguien ajeno del cual no sabía el nombre. Sin embargo después de unos días empezaba a crecer de nuevo la curiosidad y las ansias de volver a oír su voz. Sin embargo la cuarta noche después de su encuentro la curiosidad la venció de nuevo. Volvió a salir precipitadamente. Volvió de nuevo con sus zapatillas de gato y su camiseta ancha de la kitty. Esta vez llevaba el pelo suelto cayendo hasta los hombros. Sus ojos estaban inundados de curiosidad y la fascinación que el ya había deducido.
Lo encontró de nuevo vestido igual a punto de entrar en el lago cuando ella salió a la luz de la luna. Él la examinó y siguió su rutina. Se desnudó y esta vez Patricia no se tapó los ojos. Nadó y nadó hasta que al cabo de una hora volvió a recostarse sobre la misma piedra. Patricia estaba sentada unos cuantos metros más allá con los pies dentro del agua. Y las zapatillas en su regazo. Ella le miró seguía con los ojos cerrados.
-Pensé que la última vez te asusté y no ibas a volver –dijo él.
-A mi no se me asusta tan fácilmente –contestó ella.
-Patricia, te llamas así ¿cierto? –preguntó sin moverse y ella frunció el ceño.
-Si me llamo Patricia, pero yo no sé cómo te llamas ni quién eres.
-Thomas –aclaró el simplemente.
-Thomas, ¿Qué haces aquí bañándote a estas horas de la noche? –soltó ella del tirón.
-La curiosidad mató al gato.
-Ya lo sé pero no logro entender que haces aquí –Patricia miró el reflejo de la luna menguante en la superficie del lago.
Se hizo el silencio y la muchacha no notó nada hasta que él se sentó en la orilla del lago a su lado. Patricia levantó la cabeza y se giró hacia él. Fue entonces, y solo entonces, cuando comprendió por que le fascinaba ese joven.
Sus ojos eran maravillosos, ni muy grandes ni muy pequeños, ni muy ovalados ni muy rasgados. Con cierta tendencia a parecerse a los de un gato, Sus iris eran de un marrón almendrado. Y lo que más le fascinaba a ella era que parecían brillar por si solos. Como dos grandes soles que alumbraban a su paso. La envolvían con su calor y la ataban a mirar en lo profundo de sus pupilas. Esos ojos que tenían tanto brillo y tanta profundidad. Patricia quiso perderse en ellos perderse en su mirada. Para no salir nunca.
Comprendió que esos ojos iban a perseguirla en todos sus sueños.
Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso... yo no sé
qué te diera por un beso.
Rima XXIII G.A.Bécquer